El mecenazgo cultural

Por Luis Trigo Sierra (*)

Es frecuente que se utilice como argumento justificativo del escaso arraigo en España del mecenazgo cultural la falta de regulación adecuada del mismo. No hay foro en el que, planteado el tema, no deje de concluirse que en nuestro país, al no disponerse de una ley que lo regule, el mecenazgo ni aflora ni fructifica.

Los últimos tres años de mi vida los he podido dedicar a trabajar en esta cuestión y, aunque, sin tener todavía suficiente base empírica, y encontrándome en un proceso de puesta en marcha de propuestas orientadas a dinamizar el mecenazgo cultural, dispongo ya de determinados elementos de juicio que me permiten barruntar que, más que por ausencia de normas, o por un mal planteamiento de las mismas, el mecenazgo tiene escaso protagonismo en nuestra sociedad por no ser un hábito al que nuestro sistema de valores cívicos nos haga propensos.

El mecenazgo cultural hoy en día se podría definir como la acción de fomento y patrocinio de la cultura por quienes no representan intereses públicos. Las manifestaciones de la cultura y especialmente el arte, al alcanzar un elevado nivel de reconocimiento siempre han sido foco de atención y objeto de deseo por quienes en cada momento han ostentado el poder, sabedores de su gran valor, que les viene atribuido por dos de sus características: tratarse de objetos únicos y admirables. Su singularidad parece legitimar y consolidar en su posición al poderoso que las posee, y su valor intrínseco otorga al objeto una dimensión superlativa, ya sea por lo que la obra representa, por lo que enseña o por lo que estéticamente le hace ser digna de admiración. El poderoso quiere al arte como desea todo aquello que es escaso y el poder quiere al arte por su influjo ideológico. Por estas razones, el arte y la cultura, en general, siempre han merecido atención desde el poder.

La historia universal nos enseña, con relación al poder, que su evolución viene afectada fundamentalmente por dos circunstancias: su legitimación y su fragmentación.

De un poder ganado por el uso de la fuerza y justificado frente a los súbditos en la emanación divina de los méritos del poderoso hemos evolucionado a un poder conseguido por los votos de los ciudadanos y legitimado en la soberanía popular. La fragmentación no sólo se refiere a la división de los poderes públicos, enunciada por Montesquieu, sino también a la separación del poder temporal del eclesiástico y al desarrollo de poderes económicos civiles de significado peso e influencia. El distinto modo en el que ha evolucionado el entendimiento de la legitimación del poder y su fragmentación ha determinado la manera en la que el fomento y el patrocinio de la cultura lo han hecho. En los estados totalitarios, donde poder y democracia no armonizan, la cultura es fundamentalmente oficial; en los estados de legitimación teológica (como son los islámicos) el arte está al servicio de la fe; en los estados democráticos, de Derecho y con división de poderes, el peso e influencia que las administraciones públicas, las confesiones religiosas de mayor protagonismo o la sociedad civil tienen en el desarrollo y fomento de la cultura depende mucho de cada caso, siendo, eso sí, nota común de todos, el entendimiento de la cultura como un valor e interés colectivo.

En Estados Unidos, todavía primera potencia mundial, por ejemplo, que nació como estado sin una religión oficial, con una administración poco intervencionista y que ha desarrollado una sociedad en la que el peso económico de las corporaciones privadas y su influencia es muy relevante, el protagonismo de éstas y sus dueños en la promoción y fomento de la cultura es enormemente importante. El mecenazgo constituye uno de los principales cimientos del edificio cultural norteamericano.

En Europa el éxito o no del protestantismo marca sustanciales diferencias pero, centrándonos en España, la configuración constitucional de nuestro estado como “social” (y el entendimiento que con relación a la cultura se ha tenido de ello), la relevancia histórica de la Iglesia Católica en nuestra sociedad, el relativo poco peso económico de nuestras corporaciones y la desvinculación tradicional de éstas de un protagonismo social, unido al interés de sus dueños de no exhibir su éxito ni dar publicidad a sus iniciativas filantrópicas han determinado que la participación de los operadores privados en intereses generales sea escasa y que el mecenazgo no sea un hábito típico de nuestros empresarios.

Las cajas de ahorro y su obra social asumieron durante muchos años el papel complementario de las administraciones públicas en el fomento y patrocinio de la cultura. La banca se sumó a esta labor a partir de los años ochenta del pasado siglo. La práctica desaparición de las cajas de ahorro y la reorganización del sector bancario, determinante del freno de su acción de mecenazgo, han dejado enormemente menguada la escasa intervención de los operadores privados en la financiación de la cultura.

No creo que no haga falta una regulación que fomente el mecenazgo, que la hace, sino que antes es necesario que la sociedad civil (y especialmente el mundo de la empresa) sea consciente de que está llamada a asumir un protagonismo social que si no asume quedará sin cubrir, y que de no ocupar el hueco que se provoque (o que ya se ha provocado) lo pagaremos todos en forma de un serio retroceso como país.

Podéis saber más sobre la labor de nuestra Fundación El Secreto de la Filantropía aquí.

(*) Artículo publicado originariamente en la revista ‘Tendencias del mundo del arte’

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